La Galera
de Manuel Mujica Lainez
¿Cuántos días, cuántos
torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin
piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros?
Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo puede ser cinco que diez, que quince;
lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba
arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre
Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más
de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la
Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas. Los
otros viajeros vienen amodorrados, agitando la cabeza como títeres, pero
Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron
la sabia ciudad. El coche chirria y cruje columpiándose en las sopandas de
cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday.
De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de
cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber
sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah pero esto
no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la señorita se quejará a don
Antonio Romero Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá
hasta la propia Virreina del Pina, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya
verán quién es Catalina Vargas! La señorita se arrebuja en su amplio manto gris
y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su
ropa y que contiene su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que
sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija
en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al
pecho el escudo de bronce con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa
de correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas
con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el
descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las
vajillas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino. Afuera el sol
enloquece el paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro
soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier
instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La
sangre de las mulos hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si
abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es
fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta a olor a comida guardada y
a gente y ropa sin lavar. ¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el
tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de
chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el
Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferrerira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto,
la esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre... Confúndense los
nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las
estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de
fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de
taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias
con la ciudad remota. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir,
pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se
revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos
por la cercana de los peones y los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban
el costillar! Y luego, a galopar nuevamente... Los negros se afirmaban al
estribo, prendidos como sanguijuelas y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y
colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones
enancados en las mulas, y a galopar, a galopar... Catalina tantea, bajo la saya
que muestra unos tonos de mugre como lamparones las bestias uncidas al
vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la
pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarde después, cuando las piezas
redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío.
¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al
enterarse de su fortuna. ¡Su fortuna! y no sólo esas monedas que se esconden
bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de
Santiago y la casa de la calle de las Torres... Su hermana viuda ha muerto y
ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que
destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro... lo otro... aquellas medicinas
que ocultó... y aquello que mezcló con las medicinas... Y ¿qué? ¿No estaba en
su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo
que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años?
El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura... El galope...
el galope... el galope... Junto a la portezuela traqueteante baila la figura de
uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se
acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más. Y las siguientes se
suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre
pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanza a India
Muerta; pasan el Arroyo del Medio... Días y noches, días y noches. He aquí
Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de
madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límite. Un teniente de
dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro
multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que
manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la marcha. El galope...
el galope ... el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas...
No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros,
maravillosos como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros
de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas
por los carretones tirados por bueyes. Ya falta poco. Arrecifes... Areco...
Luján... Ya falta poco. Catalina Vargas va semi desvanecida. Sus dedos estrujan
las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que
recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho. El correo real fuma
una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran
los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario,
Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva
pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa
gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió
al carruaje? Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera. Entonces
¿cómo es posible? La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina
reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la
fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no
haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile
reza con palmas juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y
cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial. Catalina se encoge,
transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el
humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera
gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas sus compañeros
no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran
estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba
entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los
ejes se ha roto. Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a
salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarles. No es nada.
Dentro de media hora estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su
andanza hacia Buenos Aires, de donde les separan cuatro leguas. Catalina vuelve
en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto
rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas.
Suena el cuerno y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto
a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de que no falta ninguno
de los pasajeros a medida que trepan al interior. La señorita se alza, mas un
peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrado los huesos, o serán las
monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como sí
todo su vestido se hubiera transformado en bloque de mármol que la clava en la
tierra? La voz se le anuda en la garganta. A pocos pasos, la galera vibra,
lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el
matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa de
color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma
al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehusa la diestra galante que le ofrece
el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La
galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzageante,
como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. Y Catalina
Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche,
donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
En 1949 y 1950 publicó dos libros Aquí vivieron y Misteriosa Buenos Aires. Luego llegaron los libros Los ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955). Invitados en El Paraiso (1957), Bomarzo (1962), El unicornio (1965),Crónicas reales (1967), De milagros y melancolía (1968), Cecil (1972), El laberinto (1974), El Viaje de los Siete Demonios (1974), Sergio (1976), Los cisnes (1977), El brazalete y otros cuentos (1978), El Gran Teatro (1979), El escarabajo (1982), Un novelista en el Museo del Prado (1984). Ganó los siguientes premios: Gran Premio de Honor de la SADE 1955. Premio Nacional de Literatura en 1963.La Legión de Honor del Gobierno de Francia 1982.
El cuento publicado pertenece a Misteriosa Buenos Aires.
Murió el 21 de abril de 1984.
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