viernes, 28 de agosto de 2015

CUENTO "La Noche Boca Arriba"


La Noche Boca Arriba
de Julio Cortázar


Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Julio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas, Bélgica, y llegó a Buenos Aires en 1918 cuando tenía apenas cuatro años. Hoy se cumplen 101 años de su natalicio.

El escritor era hijo de un funcionario asignado a la embajada argentina en Bélgica; su nacimiento coincide con el inicio de la Primera Guerra Mundial. En los años 60 Cortázar figuró en el mundo literario y se convirtió en uno de los principales exponentes latinoamericanos. Lo extraño y mágico que está en lo cotidiano caracterizan las obras del argentino, y su estilo le da el carácter de maestro del relato y de la renovación de los géneros, siendo Rayuela su obra maestra. Estudió magisterio y letras y se desempeñó como profesor rural por varios años. Hacia 1951, viajó a París gracias a la ayuda de una beca, un viaje que marcaría la vida y obra de este imponente escritor argentino, volviendo a la capital francesa su segundo hogar.

Fue en esa ciudad francesa donde murió el 12 de febrero de 1984.

Estas son algunas de las frases más famosas:

• “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.
• "Cada vez iré sintiendo menos y recordando más".
• “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo”
• "En realidad las cosas verdaderamente difíciles son todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento".
• "Del sí al no ¿cuántos quizá?”.

Obras:

Novelas

1960: Los premios, 1963: Rayuela, 1968: 62 Modelo para armar, 1973: Libro de Manuel, 1986: Divertimento (escrita en 1949). 1986: El examen (escrita en 1950),1986: Diario de Andrés Fava (capítulo desprendido de El examen). Prosas breves, 1962: Historias de cronopios y de famas, 1979: Un tal Lucas, 


Cuentarios

1951: Bestiario, 1956: Final del juego, 1959: Las armas secretas, 1966: Todos los fuegos el fuego,1974: Octaedro, 1977: Alguien que anda por ahí, 1980: Queremos tanto a Glenda, 1982: Deshoras, Misceláneas, 1967: La vuelta al día en ochenta mundos, 1969: Último round, 1978: Territorios, 1982: Los autonautas de la cosmopista (con Carol Dunlop), 2009: Papeles inesperados (1940-1984; recopilación de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga), 2014: El último combate (recopilación de algunos trabajos realizados con Julio Silva y de cartas de Cortázar a Silva)

Teatro

1949: Los reyes (con el seudónimo de Julio Denis), 1995: Adiós Robinson y otras piezas breves (obra póstuma).

Poesía

Presencia, 1938 (sonetos, con el seudónimo de Julio Denis), Pameos y meopas, 1971, Salvo el crepúsculo, 1984

jueves, 27 de agosto de 2015

CUMPLEAÑOS 101 DE JULIO CORTAZAR


Julio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas, Bélgica, y llegó a Buenos Aires en 1918 cuando tenía apenas cuatro años. Hoy se cumplen 101 años de su natalicio.

El escritor era hijo de un funcionario asignado a la embajada argentina en Bélgica; su nacimiento coincide con el inicio de la Primera Guerra Mundial.

En los años 60 Cortázar figuró en el mundo literario y se convirtió en uno de los principales exponentes latinoamericanos.

Lo extraño y mágico que está en lo cotidiano caracterizan las obras del argentino, y su estilo le da el carácter de maestro del relato y de la renovación de los géneros, siendo Rayuela su obra maestra.

Estudió magisterio y letras y se desempeñó como profesor rural por varios años. Hacia 1951, viajó a París gracias a la ayuda de una beca, un viaje que marcaría la vida y obra de este imponente escritor argentino, volviendo a la capital francesa su segundo hogar.

Fue en esa ciudad francesa donde murió el 12 de febrero de 1984.

Estas son algunas de las frases más famosas:

• “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

• "Cada vez iré sintiendo menos y recordando más".

• “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo”

• "En realidad las cosas verdaderamente difíciles son todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento".

• "Del sí al no ¿cuántos quizá?”.

Obras:

Novelas

1960: Los premios

1963: Rayuela

1968: 62 Modelo para armar

1973: Libro de Manuel

1986: Divertimento (escrita en 1949).

1986: El examen (escrita en 1950).

1986: Diario de Andrés Fava (capítulo desprendido de El examen).

Prosas brevesn. 2 [editar]

1962: Historias de cronopios y de famas

1979: Un tal Lucas

Cuentarios

1951: Bestiario

1956: Final del juego

1959: Las armas secretas

1966: Todos los fuegos el fuego

1974: Octaedro

1977: Alguien que anda por ahí

1980: Queremos tanto a Glenda

1982: Deshoras

Misceláneas

1967: La vuelta al día en ochenta mundos

1969: Último round

1978: Territorios

1982: Los autonautas de la cosmopista (con Carol Dunlop)

2009: Papeles inesperados (1940-1984; recopilación de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga)

2014: El último combate (recopilación de algunos trabajos realizados con Julio Silva y de cartas de Cortázar a Silva)

Teatro

1949: Los reyes (con el seudónimo de Julio Denis).

1995: Adiós Robinson y otras piezas breves (obra póstuma).

Poesía

Presencia, 1938 (sonetos, con el seudónimo de Julio Denis).

Pameos y meopas, 1971

Salvo el crepúsculo, 1984

NOVEDAD NARRATIVA EN LA LITERATURA DE SALTA

UNA WIPHALA EN LA VILLA 
Y OTROS CUENTOS 
de Quebracho Aguero Urquiza


Ediciones Artesanales del Duende

lunes, 17 de agosto de 2015

POEMA: "TROMPO"

TROMPO
de Manuel J. Castilla


Trompo de siete colores
Que en la acera de mi casa
Para que gocen los niños
Bailabas en las mañanas.
Trompo de siete colores
Con tu lata despintada,
Sin saberlo parecías
Una pequeña gitana.

¡Trompo de siete colores
Me acuerdo cuando bailabas!

Los niños formaban rueda,
Mejor dicho, te abrían cancha.
Y era de ver el donaire
Hecho canción en tu danza.
Tus colores eran uno
Y eran una las miradas
Que tú, de poquito a poco,
Sin querer las enrollabas.

¡Trompo de siete colores
Me acuerdo cuando bailabas!
Tu música era de grillo
En la calle desolada.
Tu música por la noche
Hacía dormir a la infancia.

Trompo de siete colores
Hoy solo eres una lata
Que los niños han tirado
En un rincón de la casa.

Se rompió un día tu cuerda.
Cuando más lindo bailabas,
Dudaste un segundo y luego
 Tu púa escribió palabras
De despedida en la acera,
Y se llevó la mañana
Tu música para siempre.
Los niños que te miraban
Los niños no comprendieron
Que te quedabas sin alma…

Trompo de siete colores,
Trompo de estampa gitana,
Los grillos todas las noches
Te están regalando su alma,
Trompo de siete colores
En el rincón de la casa.

¡Trompo de siete colores,
Te está llorando mi infancia!

Del Libro Agua de Lluvia en: Obras completas. 
Tomo I Buenos Aires – Corregidor 1984.



Nació en la casa ferroviaria de la Estación de Cerrillos (Salta), el día 14 de agosto de 1918. Realizó estudios primarios en la Escuela Zorrilla para luego estudiar el secundario en el Colegio Nacional de su provincia natal.

Se dedicó al periodismo y las letras. Es uno de los escritores fundadores del grupo "La Carpa". Además de sus colaboraciones en diarios y revistas nacionales, publicó los siguientes poemarios:

Agua de lluvia (1941), Luna Muerta (1944), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949,1964, 1974), La tierra de uno (1951, 1964), Norte adentro (1954), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970) y Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977), Cuatro Carnavales (1979). También publicó un texto en prosa: De solo estar (dos ediciones en 1957) y el libro Coplas de Salta (1972, con prólogo y recopilación de Castilla).

En 1957 obtuvo el Premio Regional de Poesía del Norte (trienio 1954-56, Dirección General de Cultura de la Nación), por su libro Norte adentro fue galardonado con el Premio "Juan Carlos Dávalos" para obras de imaginación en la producción literaria (trienio 1958-60, Gobierno de Salta) por el poemario El cielo lejos, y con el Premio del Fondo Nacional de las Artes (Mendoza, Trienio 1962-64) por su libro Bajo las lentas nubes. En 1967 recibió el Tercer Premio Nacional de Poesía por su obra Posesión entre pájaros. Entre otras de sus más importantes distinciones se incluyen el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1973), el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1970-72) y el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1973-75). Falleció en Salta, el 19 de julio 1980 por razones de diabetes.
 

sábado, 15 de agosto de 2015

NOVEDADES "LITERATURA DE SALTA"

Entre las novedades que recibimos en el Rincón del Duende tenemos:

BORDADO DE COPLAS
Ensayo/ Coplas/
de Lourdes Zalazar / Aníbal Aguirre
Ediciones Artesanales del Duende
Colección Duende Azul - Lourdes Zalazar

SUBIENDO EL TONO
Poesía
de Jorge Gabriel Gomila
Ediciones Artesanales del Duende

LA INTANGIBLE PRESENCIA DE LO AUSENTE
Teatro - Poesía
de Nicolás Arriagada
Ediciones Artesanales del Duende

LICANTROPÍA (Derrotero 30 años con la poesía)
Poesía
de Gustavo Rubens Aguero
Colección Tigre del Antigal
Ediciones Veredas
Ediciones Artesanales del Duende

BUSCANZA
Poesía
de Jonatan (Madera) Cantero Verni
Ediciones Artesanales del Duende

LUZ Y SOMBRAS
Poesía
de Antonio Gery Acosta
Ediciones Artesanales del Duende

AÑORANDO
Poesía - Coplas-
de Lucrecia Castillo
Fondo Editorial de la Provincia de Salta
Ministerio de Cultura y Turismo


RESEÑAS DE TÍTULOS DESTACADOS DE "El Rincón del Duende"

EL PÁJARO IGNÍFUGO DEL FENIX
de Nicolás Arriagada


Descripción del Libro - Tapa blanda con Solapa
Pág. 72 - Poesía - Sonetos - Reimpresión 2015
Ediciones Artesanales del Duende - Literatura Regional
ISBN 978-987-3659-03-4

Calificación del Rincón del Duende
La poesía y la mística se unen en esta nueva entrega que el poeta Nicolás Arriagada nos presenta. Pero esta danza se realiza en un territorio especial, el noroeste argentino. ¿Es Posible?


Nicolás nos guía por El Camino del Árbol de la Vida, representado en la Kabala por el Zefiroth; el camino del Hombre, hacia ser él mismo. Ser Humano, habitante de dos mundos que en su esencia lo definen y lo realizan. El mundo de la materia y el mundo del espíritu. Oh, Hombre! Único con un destino tan sublime como atormentado!, puedes mostrar a la creación, lo más elevado y lo más oscuro de la existencia corpórea.


Por este sendero Arriagada nos lleva con sus sonetos de incuestionable perfección, por paisajes de tolares y apachetas, convocando elementales y animales, ecos de un pueblo herido que aun susurra en los ventisqueros del Ande.


Y lo hace con el vuelo universal de los misterios, ordenados en quince estaciones, las cuales, para quien tome el trabajo de recorrerlas, son las llaves para ser llevado a la verdad última y primera del hombre.


La Vida venciendo la materia. El espíritu redimiendo lo corpóreo. El camino del Ser Humano hacia su destino notable; quien lo guía es el que ya pasó por eso, quien es capaz de extraer existencia renovada, de su propia muerte. 


Sí, es posible en el aliento del poeta hacer vivir el génesis occidental con las verdades andinas de manera que la sabiduría del pensamiento que sostiene que la humanidad es una sola alma, queda demostrada a través de la palabra. Es posible desentrañar verdades ocultas a través de imágenes poéticas y hacerlo como un juego, con el corazón niño que no teme a 


Tomemos aliento y adentrémonos en este laberinto de iniciación literaria, bajo las vibrantes alas del Pájaro Ignífugo del Fénix.

                                                                            Eleonora Garraffa
                                                                                        Editora