martes, 30 de junio de 2015

POEMA: LAS VUELTAS DE LA VIDA

Las Vueltas de la Vida
de Jesús Ramón Vera

Para escuchar este poema en la voz de su autor: 
https://soundcloud.com/pamerivera/las-vueltas-de-la-vida-jes-s

A la madre
le sacaron un hijo del regazo, de la casa,
de muchas calles.

Y da vueltas y vueltas
a la plaza.
Ruega que le dejen su país.
A la madre le sacaron la madre;
no sea que descubran su desgarro.

Y da vueltas y vueltas
a la plaza.

Palomas se posan,
se animan entre hombres de gorra azul,
de traje azul,
violan la quietud.

Alguien que no logra encapuchar su conciencia
da vueltas y vueltas en la cama
a la noche;
el mundo que también da vueltas lo consuela.

Inician las palomas su giro,
los autos alrededor de la plaza.

Yo miro el monolito: “25 de mayo de 1810”.

La madre sigue dado vueltas.
En su vientre hay un hijo que vive.

De golpe me doy cuenta que yo doy muchas vueltas
para decir las cosas;
no sea que otra madre con la misma pena se
agregue un jueves
a la plaza.

Y cae una lágrima.
Resucitará la mejilla de los que están
quietos,
con las manos en la pared.

Capital Federal
enero de 1983

 
Fue poeta, comparsero y docente, Profesor en Letras egresado de la Universidad Nacional de Salta (Reg. N° 4244).

Jesús Ramón Vera es considerado, y con justicia, una de las voces mayores de la poesía del Noroeste Argentino de su generación, caracterizándose por la síntesis y hondura de sus versos, trasluciendo un abierto compromiso social. Desde su adolescencia fue influenciado por los poetas salteños Manuel J. Castilla, Walter Adet y Jacobo Regen a quienes conoció, y por vates universales como Antonin Artaud, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Bretón, César Vallejo y Pablo Neruda.


Es autor de cuatro libros de poemas: “Subsuelo” (Salta, 1983), “Así en la tierra como en el cielo” (Salta, 1989), “Bermejo” (Salta, 1993) y “Comparsa” (Salta, 2001) y la plaqueta “El cofre de Intiwatana” (Cuzco, Perú, 1999). Entre sus poemas memorables se encuentran “Las vueltas de la vida”, “Subsuelo” y “El rompecabezas” que bien podrían ubicarse entre las mejores producciones de la historia de las letras salteñas en el género lírico.

“Las vueltas de la vida” denuncia las desapariciones durante en la última dictadura militar en Argentina y resalta la lucha de las madres de la Plaza de Mayo. El poema data de 1983 y fue escrito en Buenos Aires, durante el ejercicio del poder militar.


Falleció el 3 de junio de 2012.

Fuente: Carlos Maita.

POEMA: APARICIÓN URBANA

Aparición Urbana
de Oliverio Girondo

¿Surgió de bajo tierra?
¿Se desprendió del cielo?
Estaba entre los ruidos,
herido,
malherido,
inmóvil,
en silencio,
hincado ante la tarde,
ante lo inevitable,
las venas adheridas
al espanto,
al asfalto,
con sus crenchas caídas,
con sus ojos de santo,
todo, todo desnudo,
casi azul, de tan blanco.

Hablaban de un caballo.
Yo creo que era un ángel.
 
Nació en Buenos Aires en 1881. Poeta argentino que revolucionó la estética de la poesía, a través de una obra que incorporó las principales corrientes vanguardistas. Publicó:En sus libros Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías(1925) y Espantapájaros (1933) demostró su maestría en el manejo de la metáfora y confianza absoluta (siguiendo en esto los postulados del ultraísmo) en el poder de la imagen poética para alcanzar la esencia de las cosas. Especialmente dotado para la experimentación con el lenguaje, Girondo poseyó una destreza singular en el manejo de la ironía. En tales obras reafirmó su actitud de irreverencia moral y estética, su sentido del humor y su óptica desquiciadora del lugar común. Murió en 1967.

jueves, 25 de junio de 2015

POEMA: EL DESALOJO

El Desalojo 
de Manuel J. Castilla

Yo lo encontré una tarde al desalojo.
Estaba en la vereda, en mueble y otro mueble amontonado,
su corazón desparramado y quieto.
Botado con sus cosas querendonas
se dejaba mirar como una granada abierta, volteada por el viento.
Nadie vio
su tanta desnudez tan destapada.

Nadie leyó
en el misal a la intemperie
estas palabras y su voz pedigüeña:
“Arcángel San Miguel
líbrame de enemigos
y acompáñame a la sombra de Dios”.
Eran rezos de anciana, esos. Y húmedos.
Temblorosos deseos a destiempo de la desalojada.
Eso era el desalojo.

Y era
una cocina negra de latón, apagada.
De sus hornallas
volaba la ceniza
en el aire inocente de la calle.

Lo sacaron del fondo de la casa,
a la fuerza, rameándolo
de donde estaba quieto, encariñado.

Salió de sus begonias llenas de escalofríos y manchadas,
entre los curanderos ramos de la ruda
junto al ángel lloroso del visillo.

Su Jesús enseñaba con la mano derecha
su corazón llagado desde un cuadro
y unos ojos sin culpas, de corderos.

Después vi su fatiga
en un botinero entre cretonas apagándose
polvosos, sus zapatos cansados.

En sus cajones
vi horquillas de mujer olvidadas,
y el cisne de una polvera, por morirse,
unas guindas sin sangre
en la capelina de un sombrero
como una juventud antigua, enamorada.

Vi el azul de lavar, angelicado, de otros días,
desvanecerse en la batea de algarrobo
con un olor cansado de mujer.

Todo eso estaba dentro de la entraña
rota del desalojo.
La mesa sin el vino, en la calle y sus panes,
y sin cuchillos y sin tenedores,
la silla con su ausente
y el ropero colgando sus vestidos vacíos
viendo por los espejos pasar indiferente

el cielo azul y hermoso de la tarde.
de Antología Poética Editorial Colihe 

                                       
Nació en Cerrillos (Salta), el 14 de agosto de 1918.
Se dedicó al periodismo y las letras. Es fundador del grupo "La Carpa". Además colaboró en diarios y revistas nacionales, publicó los siguientes poemarios: Agua de lluvia (1941), Luna Muerta (1944), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949,1964, 1974), La tierra de uno (1951, 1964), Norte adentro (1954), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970) y Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977), Cuatro Carnavales (1979). También publicó un texto en prosa: De solo estar (dos ediciones en 1957) y el libro Coplas de Salta (1972, con prólogo y recopilación de Castilla).

Murió en Salta, el 19 de julio 1980.

CUENTO: GUALICHO

Gualicho
de Alejandro Dolina

     Gualicho o walichu es el nombre que los indios pampas daban al genio del mal, al diablo, al hermano rebelde del creador Chachao. Pero también se llama gualicho a una hierba o filtro que suele usarse para enamorar por arte de hechicería.
      Hoy ya casi nadie cree en estas cosas. Pero en mi pueblo si creíamos. Hace muchos años, llego a Buenos Aires un joven farmacéutico llamado Bejerman. Su verdadero nombre era Tortorello, pero el hombre había comprado la antigua farmacia "Bejerman" y es sabido que los farmacéuticos llevan el nombre de su farmacia. Tortorello venia de ser Katz en Azul y supe que el verdadero Bejerman es ahora Tepliskyen el pueblo de Pilar. Pues bien, Bejerman vendía un yuyo que, agregado al mate producía el enamoramiento súbito del que se lo tomaba hacia el cebador. En el pueblo empezó a comentarse la eficacia casi obscena de aquel producto que Bejerman vendía con fingida reserva.
      Todas las tardes, los jóvenes se reunían a tomar mate en galpones apartados. Las ruedas se iban achicando vuelta tras vuelta, ya que los repentinos ardores iban excluyendo del concurso a los sucesivos cebadores y a sus objetos de deseo que, a su turno, marchaban al galope hacia los yuyales de la vecindad. Al parecer, el efecto del gualicho duraba apenas unas horas. Esto lo hacia mas atractivo porque permitía disfrutar de los deleites urgentes sin tener que soportar los tramites penosos de la ulterioridad.
         Con el tiempo, las personas de mayor edad y aun algunos grupos de matrimonios se aficionaron al uso del yuyo de Bejerman, hasta que llego un momento en que todo el pueblo andaba engualichado. Las idas y vueltas del mate caprichoso solían dibujar fugaces laberintos de amores cruzados.
         En ocasiones, alguien recibía mates sucesivos de distintos cebadores. Otras veces, el cebador que engualichaba a alguien era engualichado a su vez por otra persona.
También había mates tomados por error, manotazos usurpadores y hasta chupadas por turno de un mismo cimarrón.
      Yo, en aquel tiempo, no sabía a quien amaba. Le había dado mate a todas las chicas del pueblo. Pero a decir verdad, todos habían mateado con todos. Un día cambiaron al comisario. Nombraron a un tal Barrientos que, ni bien se entero de estos asuntos, prohibió redondamente el gualicho.
    El pueblo se resistió. Las mateadas se hicieron clandestinas. Pero con Barrientos no se jugaba. En cualquier momento aparecía en medio de la rueda con cuatro o cinco vigilantes, secuestraba las pavas, las yerberas y los mates y si se hallaban rastros de gualicho, los metía a todos en el calabozo. Por fin el intendente negocio un acuerdo. El gualicho quedaría prohibido, salvo un día por año dedicado a la celebración de La Fiesta del Mate. Durante toda esa jornada se podía engualichar libremente.
     Así en mi pueblo, todos los 11 de agosto nos enamorábamos una o varias veces. La gente tomaba mate en las calles. Cualquier desconocido podía ser convidado.
       Unos años más tarde, para simplificar las cosas, se instaló un gigantesco mate en la plaza, con miles de pavas e innumerables bombillas, de suerte que todos cebaban y todos tomaban. Es decir, todos se enamoraban de todos.
        Las orgías de La Fiesta del Mate aun se recuerdan. Y, por cierto, hay en el pueblo centenares de muchachos que no saben de que mate son hijos. Una noche, no hace tanto tiempo, visité a Bejerman en su casa. A falta de mate, tomamos un licor que nos sirvió su mujer. A la tercera copita, el farmacéutico cayó en estado confidencial.
     -Si me promete no decírselo a nadie, voy a contarle algo: el gualicho no existe. Lo que traje a este pueblo es un yuyo cualquiera, creo que contra el resfrío. Pero la gente creyó que enamoraba. Y enamorarse es creer que uno se enamora. 
       Todos pensaban que algo los empujaba. Y era cierto. Pero ese algo, si me permite el lugar común o acaso la grosería, lo llevaban dentro. Además hay algo que lamentar entre tanta polvareda. En todos estos años nadie se enamoro de verdad.
      Todos creían ser victimas del gualicho y los amores eternos duraban dos horas. El único que se salvo de esa desgracia fui yo. Yo sabía que no había yuyo que valiera y entonces viví amores puros, sin trampas ni gualichos. Y por eso estoy al lado de esta mujer, por una decisión soberana de mi corazón. Nadie me hechizo. Nadie me cebo un mate embrujado...
         En ese momento, la mujer, que volvía de la cocina, le dijo mientras le ponía la mano en le hombro:

-Eso es lo que vos te crees.
Del libro Bar del Infierno
Nació en Baigorria (Buenos Aires) el 20 de mayo de 1944. Conductor de Radio, Músico y Escritor. El 2 de mayo de 1985 debutó en radio en el ciclo Demasiado Tarde para Lágrimas, luego de trabajar en varios medios denomino a su Ciclo La Venganza Será Terrible hasta la actualidad. Por este ciclo Dolina Ganó el Premio CONEX en 1991. En su faceta como escritor publicó: Crónicas del Ángel Gris 1987, El Libro del Fantasma 1999, Bar del Infierno 2005 y Cartas Marcadas 2012. Como músico realizó la Comedia del Angel Gris en 1990, Lo que me Costó el Amor de Laura 1998 y Tangos del Bar del Infierno en 2004. En Tv realizó los ciclos La Barra de Dolina 1989,Bar del Infierno 2003 y Recordando el show de Alejandro Molina en 2011.

domingo, 21 de junio de 2015

POEMA: AL OIDO

Al Oído
de Alfonsina Storni


Si quieres besarme...besa
-yo comparto tus antojos-.
Mas no hagas mi boca presa,
bésame quedo en los ojos.

No me hables de los hechizos
de tus besos en el cuello...
están celosos mis rizos,
acaríciame el cabello.

Para tu mismo oportuno,
si tus ojos son palabras,
me darán, uno por uno,
los pensamientos que labras.

Pon tu mano entre las mías
temblarán como un canario
y oiremos las sinfonías
de algún amor milenario.

Esta es una noche muerta
bajo la techumbre astral.
Está callada la huerta
como en un sueño letal.

Tiene un matiz de alabastro
y un misterio de pagoda.
¡Mira la luz de aquel astro!
¡la tengo en el alma toda!

Silencio...silencio...¡Calla!
Hasta el agua corre apenas,
bajo su verde pantalla
se aquieta casi la arena...

¡Oh! ¡qué perfume tan fino!
¡No beses mis labios rojos!
En la noche de platino
bésame quedo en los ojos...


Alfonsina Storni nació en Suiza en mayo de 1892. Escritora argentina del Modernismo.
Publicó La Inquietud del Rosal 1916, El Dulce Daño 1918, Irremediablemente 1919, Languidez 1920, Ocre 1925, El Amo del Mundo (Teatro) 1927, Dos Farsas Pirotécnicas (Teatro) 1932, Mundo de siete pozos 1936, Mascarilla y Trébol 1938.

Murió en Mar del Plata en 1938.

CUENTO: LA PATA DE MONO

La Pata de Mono
de W.W.Jacobs

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

—Oigan el viento —dijo el señor White. Había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

—Lo oigo —dijo éste, moviendo implacablemente la reina—. Jaque.

—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.

—Mate —contestó el hijo.

—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White, con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

—El sargento,mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.

—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.

—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular — dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.

—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.

—Se cumplieron —dijo el sargento.

—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.

—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?

—No sé —contestó el otro—. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.

—Si usted no la quiere, Morris, démela.

—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

—¿Cómo se hace?

—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

—Parece de Las Mil y Una Noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.

—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió, avergonzado de su propia credulidad, y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.

—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría a que nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.

—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.

— Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.

—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

—Lo siento... —empezó el otro.

—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.

—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.

—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que les exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

—Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿Cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.

—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

—La quiero. ¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

—¿Pensaste en qué? —preguntó.

—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.

—¿No fue bastante?

—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

—Dios mío, estás loca.

—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

—Fue una coincidencia.

—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

—Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta— . ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

—¡Pídelo! —gritó con violencia.

—Es absurdo y perverso —balbuceó.

—Pídelo —repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

—Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido, hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

—¿Qué es eso? —gritó la mujer.

—Un ratón — dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.

—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.

—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

Título original: The Monkey's Paw (1902)


William Wymark Jacobs Nació el 8 de septiembre de 1863 en Londres, humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce principalmente por uno de sus relatos macabros, La pata de mono (The Monkey's Paw), incluido en el libro de cuentos The Lady of the Barge (La dama de la barca, 1902). La mayor parte de su obra, sin embargo, se adscribe al género humorístico.
Su producción literaria decreció bastante durante la Primera Guerra Mundial, y a partir de entonces se dedicó principalmente a adaptar sus propias cuentos para el escenario. Su primera adaptación fue "The Ghost of Jerry Bundler" ("El fantasma de Jerry Bundler"), estrenada en Londres en 1899.


Jacobs murió en Hornsley Lane, Islington, Londres, el 1 de septiembre de 1943

martes, 16 de junio de 2015

CUENTO: LA GALERA

La Galera
de Manuel Mujica Lainez

¿Cuántos días, cuántos torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo puede ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas. Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando la cabeza como títeres, pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirria y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la señorita se quejará a don Antonio Romero Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester irá hasta la propia Virreina del Pina, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas! La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contiene su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa de correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino. Afuera el sol enloquece el paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulos hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta a olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar. ¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferrerira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre... Confúndense los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la cercana de los peones y los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente... Los negros se afirmaban al estribo, prendidos como sanguijuelas y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar... Catalina tantea, bajo la saya que muestra unos tonos de mugre como lamparones las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarde después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna. ¡Su fortuna! y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle de las Torres... Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro... lo otro... aquellas medicinas que ocultó... y aquello que mezcló con las medicinas... Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura... El galope... el galope... el galope... Junto a la portezuela traqueteante baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más. Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanza a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio... Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límite. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la marcha. El galope... el galope ... el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas... No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravillosos como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Ya falta poco. Arrecifes... Areco... Luján... Ya falta poco. Catalina Vargas va semi desvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho. El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera. Entonces ¿cómo es posible? La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con palmas juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial. Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto. Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarles. No es nada. Dentro de media hora estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Buenos Aires, de donde les separan cuatro leguas. Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior. La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrado los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como sí todo su vestido se hubiera transformado en bloque de mármol que la clava en la tierra? La voz se le anuda en la garganta. A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa de color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehusa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzageante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos. 


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Mujica Láinez nació en Buenos Aires el 11 de setiembre de 1919. En 1923 su familia se trasladó a Europa. Regresó a Buenos Aires en 1928 y comenzó la carrera de Derecho, pero abandonó ese mismo año. Trabajó en La Nación. En 1939 publicó Don Galaz de Buenos Aires. Luego la biografías de Miguel Cané en 1942 y de los poetas Hilario Ascasubi (Aniceto, el Gallo, 1943) y Estanislao del Campo (Anastasio, el Pollo, 1947).

En 1949 y 1950 publicó dos libros Aquí vivieron y Misteriosa Buenos Aires. Luego llegaron los libros Los ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955). Invitados en El Paraiso (1957), Bomarzo (1962), El unicornio (1965),Crónicas reales (1967), De milagros y melancolía (1968), Cecil (1972), El laberinto (1974), El Viaje de los Siete Demonios (1974), Sergio (1976), Los cisnes (1977), El brazalete y otros cuentos (1978), El Gran Teatro (1979), El escarabajo (1982), Un novelista en el Museo del Prado (1984). Ganó los siguientes premios: Gran Premio de Honor de la SADE 1955. Premio Nacional de Literatura en 1963.La Legión de Honor del Gobierno de Francia 1982.

El cuento publicado pertenece a Misteriosa Buenos Aires.

Murió el 21 de abril de 1984.